¿Duele? ¡Claro que duele!
Así reza el le lema de esta
carrera, de la que tanto había oído hablar antes, y a la que con estas palabras
pretendo hacer justicia. Me habían hablado de la calidad de los participantes,
de la perfecta organización, del maravilloso paisaje… y todo era verdad. No me
extraña que la carrera siga creciendo cada año en popularidad y se haya
convertido en prueba ineludible en los calendarios de tantos clubes de montaña.
Pero doler, duele.
Duele cuando subes y cuando
bajas, por senderos inclinados, pedregosos, apenas esbozados, a los que da miedo asomarse y que se te
quedan grabados en la cabeza durante horas una vez que terminas la carrera.
Ascensiones interminables, como a la de la Bola, con más de 50 minutos con las
manos en las rodillas. Bajadas de vértigo, como la de Mijas, un zig-zag tan divertido como peligroso, o la del final
del recorrido, donde oías ¡ay” por todos lados: tres íbamos bajando juntos y a
relevos nos acalambrábamos, “oye, ¿y tú no te paras? “Sí, cuando llegue al
globo”. Duelen los cuádriceps, los gemelos, los soleos, los aductores y… las
pestañas. Duelen los tobillos porque llevas horas pisando sobre piedras que se
doblan y aristas que se te clavan en las plantas de los pies como si fueran
cuchillas. Duele ser consciente de tus limitaciones físicas, saber que no
puedes ir más deprisa, aunque quieras, porque el corazón te va a estallar y no
puedes subir la barbilla para buscar aire porque desviar la vista de tus pies
supone irte al suelo. Y duele cuando, a pesar de todo esto, aún te queda un
pensamiento para tus colegas, los del buitre a la espalda, a los que echas de
menos.
Y la gente te dice… “ y si tanto duele ¿por
qué la haces?” Porque también se disfruta: cuando saltas sobre piedras y te
deslizas por el fango, cuando salvas árboles caídos o te agachas para evitar
las ramas de los que te cierran el paso, cuando pisas sobre una capa de humus
tan gruesa que se te hunde el pie hasta el tobillo o te resbalas por mil hojas
que alfombran el piso del bosque, cuando aspiras el olor que desprenden los
pinos después de una semana de lluvias, y cuando juegas con los toboganes,
esprintas en los pocos metros de llano o tras una cuesta, te agarras a una
cadena para escalar unas rocas, te ríes cuando el crono marca tan sólo 21 kms
en tres horas de carrera, … . Pero la satisfacción también llega de otra forma
y todavía empieza antes, con tus amigos, los de las camisetas amarillas, que se
han reunido todos para tomarse un café contigo, echar unas risas y desearte
suerte; no bastaba con mandarte un mensajito, los de este club se quitan de sus
cosas para decirte adiós, te llamarán en unas horas para ver que tal está el
ambiente de la carrera, y después de la competición para ver cómo ha ido todo,
te pedirán las fotos y que les cuentes todos los detalles y se alegrarán de
saber que has disfrutado. Alguno, ¡ay mi Win!, no contento se irá contigo a
Alhaurín, te animará a cada momento, se preocupará porque te lleves la mochila
para hidratarte en carrera, te hará fotos y te ayudará a levantarte cuando, ya
en meta, caigas exhausto al suelo. Esto no es un club, un club lo tiene
cualquiera.
Por eso, aunque duele, te vienes
de Málaga con un saborcito dulce en la boca que todavía dura y te dices “el año
que viene, si Dios quiere, me verán otra vez en Jarapalos.”
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